Archive for the ‘Cuento’ Category

El arte de la transformación

June 23, 2010

Un soldado de la raza de los Uros se arrastraba por el áspero desierto de Duzog. Hacía ya treinta lunas que caminaba, desde el final de la batalla de su gente contra los Argos. El sol quemaba su frente y el helado viento nocturno afectaba sus miembros. Su débil mente trataba de descifrar la manera de vengarse de Alten, el jefe de los Argos. Uro poseía el tamaño de las montañas y la fuerza de las rocas, pero no era ágil de movimientos. El soldado sabía que debía aprovechar esa debilidad para liberar a su pueblo, pero desconocía la manera.

Pensando, llegó a los límites de su tierra. Se sentó bajo la sombra de una montaña y se quedó dormido. Al abrir los ojos, la montaña que lo resguardaba había desaparecido y, en su lugar, se encontraba un dragón.

-¿Qué te trae a mis tierras noble soldado?

El soldado le narró el enfrentamiento de los Uros y los Argos. Le contó que Alten y los Argos habían llegado de noche a su pueblo, que sin piedad destrozaron villas, mataron niños y mujeres y se llevaron a los hombres como prisioneros. Al revivir la historia, el soldado enfureció y quiso partir a vengarse.

-Espera un poco -le dijo el dragón – debes prepararte y conozco algo que puede servirte.

Al llenarse la tierra de los primeros destellos del alba, salieron hacia el bosque. Durante el camino, el dragón le contó que conocía los secretos de la ciencia de la transformación, de la capacidad para tomar diferentes formas. El soldado lo escuchó con atención, dudando por momentos acerca de la veracidad de lo que le contaba.

El sol fue surgiendo a medida que avanzaban y en el instante en que el soldado sentía que no sería capaz de dar un paso más, el dragón se detuvo. Se encontraban en medio de un claro. Era un lugar amplio, en donde sólo los acompañaba el suave crujir de las hojas de los árboles al platicar con el viento.

-Quédate aquí- le ordenó el dragón. El soldado lo miró alejarse.

-¿Qué debo hacer para transformarme? -le gritó.

-Tienes que ver el viento.

¿Cómo pretende que vea el viento?, se preguntó el soldado, a lo mucho puedo sentirlo.

El dragón, ajeno a los pensamientos del soldado, le indicó: “Concéntrate y cuando lo veas venir pide que cambie tu forma.” Él hizo un esfuerzo para hacer lo que le decía, pero al sentir el viento y pedir su deseo, nada pasó. Durante las veces que lo intentó, el dragón permanecía quieto, observándolo.

Una vez más, se repetía el soldado cada que escuchaba al viento aproximarse. Siguió esforzándose hasta que llegó el momento en que dejó caer violentamente los brazos a sus costados y agitó la cabeza.

-Tienes que dejar de sentir el viento- lo reprendió el dragón -. Debes verlo, pero para hacerlo debes limpiar tu alma. Recobrar el tiempo en que sabías que todo era posible.

-El tiempo en que todo era posible- murmuró el soldado y empezó a repetir la frase una y otra vez, intentando que las palabras penetraran en su cabeza y cobraran por sí solas, el sentido que él no lograba darles.

Inhaló profundo y su mente, obedeciendo la reiterada petición, lo llevó a días de sueños permitidos e inocencia absoluta. Lo transportó a su infancia.

Una ráfaga de aire azotó su cara obligándolo a cerrar los ojos. Al abrirlos, el viento convertido en diminutos cristales se presentó ante él. Los destellos bailaban a su alrededor, hechizándolo. El soldado los observaba absorto cuando de pronto, el brillo del sol lo obligó a desviar su mirada hacia el resplandor de una afilada espada que venía a su encuentro. Sus sentidos se agudizaron, su piel respondió erizándose y en el instante en que la espada estaba a punto de atravesarlo, se convirtió en agua.

El dragón hundió la espada en la tierra y sonrió satisfecho. El soldado, convertido en agua, se transformó en paloma y se elevó siguiendo la brisa de su venganza.

Alisma de León

Ensayo

June 23, 2010

Abro la puerta, entro, la cierro, me detengo frente al espejo. Levanto el brazo, lo llevo hacia la coleta que nace despeinada detrás de mi cabeza. Retiro la liga, el cabello rubio cae alrededor de una cara demacrada. El alma dentro, el alma fuera. ¿Qué es el alma? El alma no existe, el alma huye. Apago la luz y sólo queda el resplandor de la luna que ilumina el baño. Froto mis manos, abro la llave del lavabo. El agua corre, el agua limpia. Respiro despacio; después, sólo respiro.

Recuerdo: un par de manos duras; un intenso olor a alcohol mezclado con tabaco; colonia barata; maldiciones de labios ásperos. Detalles: una botella oscura: cerveza; cumbias.

Yo, lejos. Él exige. Yo, cerca. Él tocando, ladeando mi cuello, respirando sobre mi piel. Yo, a su lado. Levantando el brazo. Llegando como una caricia nerviosa a su espalda. La navaja. Mi caricia avanza, su aliento penetra. Mientras muerde y maldice, cuando se excita. Lo siento cada vez más cerca. Sus manos toscas arrancan. Mis dedos se cierran. Clavan. Su alma: viva.

Alisma de León

La misma película

June 23, 2010

Mis padres se fueron a Toronto y me encargaron la casa. Debía estar atento para ir al aeropuerto por mi hermano que vendría del frente de guerra, como si el vago no pudiera tomar el autobús y viajar solo otros cien kilómetros. En una sola ida al centro compré todas las botellas que quise, cigarros, condones y botanas. La pobre Diana ponía cara de mártir sin agua bendita y se subía a cantar a la azotea. Yo le decía que parecía guardia de reclusorio, me cuadraba y le enseñaba el índice con las bolas a los lados, me lo llevaba a los labios y le enviaba un cállate, vieja, o te lleva el diablo.

Amo Toronto. Y a mis padres cuando se van allá, cada tres meses. No dejé descansar el celular y el agua de la piscina está tibia.

Llegó Joel, luego Rick y Edmund, los dueños de la música, sí señor. Súbete, me decían, mientras conectaban bocinas y micrófonos. No, no subí. Me fui a la terraza a ver el mar y las lanchas de medio mundo: son tritones y sirenas que odian la tierra firme.

“Toronto, ¡ay, Toronto, no te rajes!”, cantaba Juan, para ver mi cara de “qué estúpido te pones”.

Gloria llegó tarde, como siempre, casi desnuda. No entiende que debe ponerse una blusa o algo encima. Me tiré al agua y fui como flecha al otro extremo. Hice de rescatador de pecios y me fui calmando.

“Ven”, llamé a Gloria, que se acercó con dos vasos de ginebra con toronja.

“No vamos a hablar hoy”, me dijo. “Hoy quiero desentenderme de todo. Ven, vamos arriba.”

“No”, le dije. “Diana está de guardia. Vamos a la sala.”

“¿Y qué importa la negra esa?”, masculló.

“Nada. Ya sabes que vive buscándose un cáncer de conciencia. No jodas. Para qué le buscas. Mírala, allá arriba, como lechuza.”

Cerré las cortinas de bambú. Eché los cojines al suelo y nos tiramos a ver la tele. Nos quedamos dormidos, como estúpidos, como bebés anémicos. ¡Qué película tan mala! Los gritos en el jardín nos levantaron. “Otra película mala”, pensé. Y sí, era una película barata con actores de tercera.

Beti estaba ahogada en tequila, en una silla, con el sol cociéndole la cara.

“Levántala”, le dije a Luis. “Vamos a llevarla adentro.”

Al enderezarla, vomitó. Yo no pensé que estuviera muerta, porque entonces yo no estaría diciendo “echó las tripas sobre sus piernas, qué idiota”.

“¡Qué asco!”, dijo Gloria.

“¡Cállate! ¡Ayuda, ve por café a la cocina!”, le grité.

“No creo  que quiera”, respondió mi querida Gloria, siempre tan amable. “Ok, ok. Voy por café, hermano”, agregó, con voz de mesero negro.

Lo demás ya lo saben, porque llegaron, como siempre, ligeros y veloces, muy serios, los policías de todos los días.

Mi hermano no llegó porque se bajó del avión en Egipto. Nadie lo vio porque era uno más en un vuelo de jóvenes atarantados, como Quentin.

“¡Qué película tan mala!”, volví a decir. “Creo que me voy a cambiar de país. Voy a México a ver si allá tienen más imaginación. ¿Qué ganaban con matar a Beti? Ni la presentaron. De pronto allí estaba. ¿A qué hora llegó? Y las demás, ya sabes; las de siempre, gordas y flacas, una detrás de otra, con sus tonterías, con sus lágrimas falsas, como en cualquier canal de la tele a cualquier hora, con ceguera total. ¡Me voy a México!”

“Willy”, grité. “Pregunta a qué hora hay vuelos para México. Me tengo que ir. Ustedes se quedan con sus caras de cómicos fracasados. ¿Quién trajo a Beti? Que se la lleve. No tengo tiempo para hablar con policías maldormidos. ¡Oye, Ismael; llévate a Beti” Nos jodió la fiesta.”

“Pinche película”, dije, y apagué la tele. “No quiero ver el desfile de jueces, abogados y testigos. Ni, luego, el de carceleros y asesinos tratando de escapar. Ricky, Préstame una película que no haya visto. Willy, dile a Diana que limpie y cierre la casa.”

Jaime Velázquez Arellano

 

La Coyotera

June 23, 2010

El timbre que sonó de manera inusual, en tono de urgencia, interrumpió la secuela de mi trabajo y volvieron a ser de nuevo conscientes el teclado, el monitor, la barra de comandos, los párrafos del texto en proceso y el cursor latiendo infatigablemente. Al oír nuevamente el llamado urgido y metálico entran automáticamente en acción mis piernas empujando la silla de rodadillos hacia atrás, apretando la espalda con el respaldo para hacerla girar un tanto, coloco las manos sobre los porta-brazos, tomo aire para auxiliar al esfuerzo, adelanto el tronco para disminuir el ángulo recto con las piernas y como impulsado por un resorte me pongo de pie y camino con prisa desde la biblioteca hasta la puerta de acceso a la casa, comento en el camino con nadie, ¡Válgame¡, quién puede ser a esta hora y con tanta prisa.

Abro un poco la puerta llenando el hueco con mi cuerpo como en actitud defensiva y me sorprenden tanto la luz solar a raudales, en contraste con la penumbra fresca del interior, como la imagen nada familiar de él: un limosnero de escasos treinta años. Nunca antes lo había visto. Estaba de pie, recargando todo su famélico cuerpo contra el muro ciego como si una ráfaga de viento lo mantuviera inamovible contra su voluntad. Lo primero que llamó mi atención fue que profería un discurso un tanto inaudible, como si no le importara si fuese oído o no o lo platicara con un interlocutor como lo hacen los usuarios de la telefonía inalámbrica que se concentran en el discurso ignorando todo lo existente a su alrededor, luego, que lo dirigía al suelo como si lo inspeccionara con el afán de memorizar la textura, el orden y el color y, por último, que carecía de todo el brazo diestro.

Sin ninguna consideración a su persona y como valor entendido le pregunto, Qué le pasó, Pues un accidente, contesta extraviando la mirada, ¡Cómo¡, Pues es que antes me emborrachaba hasta perder el sentido, ¡Épale, apoco por emborracharte pierdes un brazo¡ No, no es por la bebida, es que estando borracho me quedé dormido en las vías, me arrolló el tren y perdí el brazo y también lo que me falta de la oreja, mire, pero a todo se aviene uno, ya me acostumbré a no tenerlo, sólo que, pues batallo para ganarme la vida.

Y tratando de alguna manera de corregir la indiscreción cambiando el tema y el tono le digo, Y dónde vive; En un cuarto, allá por la Coyotera, me cobran la renta cada semana, ciento cincuenta pesos, es mucho, tiene dos camas porque lo tengo que compartir con otro rentero, viven otras gentes en la casa, gentes raras, drogos, mujercitos, ¿sí me entiende?, hay sólo un cuarto de baño para todos, igual que la cocina, con una estufa, mesa y sillas de lámina; en mi cuarto aparte de los camastros hay una mesita donde ponemos los bultos y dos sillas de esas de plástico de la Coca, es una casa pobre pero yo como quiera se la ofrezco, de veras, por esta cruz, Oiga pues gracias, y dígame cómo se gana la vida, Pues pidiendo aquí y allá, vendiendo chicles en los cruceros, si me dejan trabajar porque antier me golpearon, una banda me quitó la mercancía y la venta, mire los golpes, me patearon hasta que les dio la gana; antes era más fácil, imitaba a Rocío Durcal y a Yuri en centros nocturnos, pero eso quedó atrás; no me gusta pedir, me da vergüenza, pero los que me conocían ya no me conocen, mis familiares dicen que me lo merezco, que quien me manda andar con chuecuras, que no me queje, y pues aquí ando señor pidiendo unos zapatos, una ropita, o dinero porque desde el domingo se me venció la renta y si no pago, pues me echan y ¡a dónde voy a ir¡

Mientras el menesteroso hablaba de sí mismo fue inevitable asociar su imagen con otras imágenes urbanas de seres marginados que se vuelven cotidianas a fuerza de verlas constantemente como los “teporochos” que duermen la siesta bajo las dovelas del Metro en Venustiano y Colón, los menesterosos que envueltos en cartones duermen la noche en las concavidades de la fachada sur del edificio Benavides en Matamoros y Pino Suárez, el loco errabundo que pasea con prisa y sin rumbo los andrajos de su vestir, el pelo enmarañado, las costras de suciedad sobre la piel y la enigmática sonrisa que lo convierte en acertijo; las figuras hieráticas de “las marías” que con un niño amarrado en el rebozo y otro como apéndice de su mano hace guardia entre lanzafuegos y limpiadores de parabrisas en los cruceros esperando la ayuda del que viaja en automóvil, el invidente que en el atrio del Roble colecta parte del diezmo y aquellos habitados por la angustia que pernoctan en los vestíbulos de la Central de Autobuses, del Hospital Universitario, de los edificios policíacos o de los puestos de socorros o cruces rojas y verdes.

El exceso de luz me sigue molestando y la imagen del limosnero se vuelve más incómoda, el esfuerzo por mantener la atención sobre su figura que se distorsiona por el contraste lumínico y la fotofobia que padezco me hacen cerrar los ojos y lagrimear, para librarme de la situación le digo sin dar otra opción, Tenga estas monedas para que se ayude un poco, en otra ocasión que no esté tan ocupado le daré algo de ropa. Bueno, gracias, que Dios me lo bendiga. Y casi como un alivio, con prisa, desocupo el hueco y cierro la puerta.

Me vuelvo a instalar frente al equipo de computación un tanto pensativo, un tanto viendo sin ver o con la mirada perdida como también se dice. ¿Quién era, mi amor? Un limosnero que…, no, corrijo, una persona que me ofreció su casa.

Armando V. Flores Salazar

Voyeur casual

June 23, 2010

Ella llegó puntual como cada mañana. Cerca de las ocho desciende de su coche, se detiene frente a mí y yo tiemblo sin moverme al saber que sus manos me tocarán, me saludará y me dará los buenos días como lo ha venido haciendo de unos meses a la fecha.

Yo espero su llegada, fiel y firme, no importan las inclemencias del tiempo, calor, frío, lluvia, yo aguardo pacientemente. Mi recompensa al final es la de poder ver a través de ese amplio ventanal su rutina de ejercicios matutinos. Observo las curvas que su cuerpo deja ver acentuadas por esa ajustada ropa deportiva. Leotardos, mallas, camisetas ceñidas que sólo dejan a la imaginación las figuras que forman sus lunares, cicatrices y la tersura de su piel que adivino de un color tan blanco como la pureza de su ser.

Hora y media, los más maravillosos noventa minutos que mi vocación de voyeur casual agradece de lunes a viernes.

Pasado ese lapso de tiempo regresa, después de haber tenido una relajante sesión bajo la regadera donde el agua tibia acarició cada espacio, recorrió cada hueco, cada pliegue de ese cuerpo al que aspiro poseer, aunque sé que es imposible.

Se despide de mí dejándome esa suave fragancia de mujer plena y su promesa de regresar puntual el lunes siguiente. Yo me quedo ahí con su recuerdo, con su imagen, con su aroma y con sus monedas. Ella sabe que puede confiar en mi discreción y en la seguridad que le inspiro, al final de cuentas me eligió como su favorito de entre tantos parquímetros que hay en esta calle.

Pablo Montelongo

Centro de Atención Telefónica

June 23, 2010

–       Gracias por llamar a nuestro Centro de Atención Telefónica, ¿en qué puedo ayudarle?

–       Señorita, la quiero.

–       Dígame, ¿desde cuándo tiene este problema?

–       Verá, pues, desde que la escuché por primera vez.

–       ¿Y qué fallas ha presentado?

–       Ritmo cardiaco acelerado al oírla, interferencia de pensamientos con mi quehacer diario, sueños recurrentes con teléfonos, alucinaciones auditivas y una sonrisa de imbécil a prueba de balas que no se me borra con nada.

–       ¿A recurrido a algún servicio o proveedor externo a nosotros?

–       Pues he llamado a otras compañías pero no es lo mismo, sus voces no son de mi entera satisfacción. Suenan ásperas, descorteses, cortantes y burocráticas. Una vez hasta intenté en una Hot Line y por más que pagara a $25 más iva el minuto no me resolvieron nada. Ayúdeme, señorita. ¿Qué puedo hacer para que su voz me despierte cada día, para que su tono me lea poesías, para que me cuchichee cosas al oído?

–       Estamos verificando en nuestra base de datos y nos arroja que tiene usted algunos adeudos, además que su historial presenta algunas anomalías como por ejemplo algunas practicas ilícitas, por lo que le sugerimos ponerse al corriente para poder brindarle una mejor ayuda, ¿le podemos servir en alguna otra cosa señor?, ¿señor?, ¿señor?

–       Pip, pip, pip, pip

Pablo Montelongo

Último gol gana

June 23, 2010

A estas alturas del partido, siento que no tengo edad ni nombre, mucho menos una posición funcional dentro de este cuadro formado por no sé qué entrenador mal habido.  Fuera de lugar me siento cuando tu defensa se adelanta a mis impulsos.

Noventa minutos de ardua batalla divida en dos. Cuarenta y cinco de ellos en tu terreno, en el área donde eres ama y señora, dueña del balón, donde nada sucede si la arbitrariedad que tu amor genera sobre mí no da un silbatazo que ordene continuar mi ataque. La segunda mitad entras en mis dominios, donde no hay más estrategia que la de no darte espacios, amagarte en mis jugadas y atacar tu marco de creencias con tiros de larga distancia que pongan en riesgo las redes que según tu táctica habías tendido sobre mí. Miserable empate al término del tiempo reglamentario, un punto para cada quien. ¿Y si nos jugamos el todo por el todo? Último gol gana.

Pablo Montelongo

Carambola

June 23, 2010

Para Lorena Sanmillán

Es la del hombre la risa que aflora en firuletes desde allá hasta aquí. No, no es cierto, también es la de la mujer Ella-Yo quien lo ve en el espejo y lo acompaña. Porque lo primero es el espejo. Sin embargo está lejos del azogue, cinco metros o más, y sobre un punto entre Ella-Yo y el hombre reflejado en el espejo, la mesa en ángulo, como no queriendo estar, estando. Es un jardín sin retoños ni acequias y con bocinas, broncas, barra, botes y botellas de cerveza.

En el jardín, la luna en el espejo y las flores de papel.

Así nomás arremetió sábado por la noche con un me voy cualquiera que no a cualquier antro sino  a ese, el de las flores negras, ya que fue fácil darse cuenta en un determinado momento, no desde la mañana o la tarde, no, no, en un punto exacto después que se hizo tarde que no debía perder tiempo en el acostumbrado itinerario para desembocar por la madrugada en El Jardín.  Por eso llegó tan apurada que estuvo a punto de  caer sobre una de las mesas donde una vieja la sostuvo un momento por el brazo. Fue en ese instante cuando sintió como un presentimiento de haber terminado con la prisa, y al llegar a la pista se encontró con él, con el príncipe, el del otro lado, el de los ojos con aros de luz  húmedos, así pensó, el del tango y la lengua extraña por haberlo percibido de muy lejos en el espejo pero en su propio oído, qué piola, che.

Había salido como todos los sábados, los viernes, los domingos. El resto de la semana vive en los separos de la fábrica. Tal cual, como si fuera cárcel. Camisetas. Implantación de rótulos en las camisetas. Y en la otra vida implantación de senos, de nalgas, de a poco. Así ya casi entera, los hombres la van a ver el sábado, la esperan el sábado y sueñan por adelantado con ella. Por eso ni bien llega se quita el impermeable y se pone a bailar.

Esta vez aparece él de inmediato, y le sonríe. Con unos treinta años  antiguos, sin traza de vejez, antiguos a causa de un horizonte de arena y telarañas en el que parece fundirse. Quizás por eso se decide por bailar apenas, muy suavecito, así y así, meneando la cadera para ausentar los sobresaltos, que él no se asuste sobre todo.

En el jardín, las lunas suburbanas.

Contra la pared opuesta al espejo justo donde un poquito más adelante se halla Ella-Yo y más atrás un travesti tallado en muecas, un borracho y una pareja homo, las mesas colocadas sin orden parecen rebotar entre los danzantes hasta perderse camino de la puerta de entrada. Se revela una principal por el sitio que ocupa casi al centro de la pista y al fondo. Un ángulo del que se desprenden los otros dos y en cuya mesa  unos tipos raros rodean a la vieja quien hubo de evitar su caída pocos minutos antes. Esa vieja la mira y sonríe como si estuviera a punto de reconocerla. En realidad no es así, es de otra forma pero no sabe cómo. Quizás la vieja llegó con su mirada hasta el espejo se detuvo un instante y luego sonrió con la sonrisa que terminó dando la vuelta completa para instalarse frente a su propia cara. Sí, es más exacto pensarlo de este modo.

En el jardín, arrabal amargo.

Implantación de nalgas muy dolorosa, la falda de veinte centímetros de largo apenas las cubre. Sin embargo Ella-Yo muy alebrestada. Ni modo. Viene Mimí a ver. Se desliza siempre cerca de la pared hasta dar con un rinconcito oportuno y levanta tantito la falda de mezclilla. Ahí está el culo herido. Mimí hunde los dientes en su labio inferior y se va. Ella-Yo sigue meneándose muy suave como para no asustar al que le sonríe desde el espejo. A pesar de su disimulo, de un ritmo al que no le presta atención y del juego de las muñecas y del cuello siempre suavecito donde importan las manos y no los brazos, (no hay brazos para abrazar porque en el espejo los brazos no sirven), a pesar del aire de sonámbula que se ha elegido alguien ha saltado a la pista y la acompaña. Ella-Yo decidirá no mirarlo en ningún espaciotiempo de la noche. Sólo a aquel, al bello muchacho antiguo con sus líneas quebrándole las mejillas en vertical que hoy por hoy pudiera ser tan viejo como la vieja de la mesa en ángulo casi al centro.

En el jardín más frágil que el cristal.

Un triángulo con sus tres clarísimas puntas ¿pero cuáles? Ella-Yo se percibe en un laberinto en donde las sonrisas de esquina a esquina son el eco de unas madreselvas o unas bugambilias, chi lo sá. Una parte de ella se sobresalta, la otra permanece tranquila, he aquí una lengua de la que ni siquiera reconoce la geografía. La vieja pared parece descascararse aún más a sus espaldas. De pronto  advierte los harapos colgando del techo, hay harapos de sueños colgando del techo, hay restos, hay  hilachas. La noche abunda en holocaustos, los ve caminar, andar en medio de su danza a la que no abandona, no debe, él la sostiene desde el espejo. Pero observa sin perderse el mínimo detalle, ese tipejo de frente tratando de enlazarla, la rocola agitada por el rock  y la canción ranchera, la carne zarandeada en busca de la otra, el juego de los troncos en el intento de acomodarse a los huesos aún nuevos, aún sin domesticar, los filamentos de las manos, de las bocas, de los dientes, el apretujón de la especie. Y luego, cuando la rocola deja de trepidar y se aquieta con la canción romántica mientras no pierde a su príncipe en el azogue no puede dejar de darse cuenta del viejo Mario, quien abraza al chico, lo ama con besos pequeños sobre la nuca, le saliva un poquito del pelo en el nacimiento del cuello y lo mece en los brazos muy lento como si fuera su bebé. Un espiral la noche, Ella-Yo y el espejo.

En el jardín, tus pasos que ya no volverán.

Porque también está  la grandota, el varón femenino que se achicharra en los brazos cortos de un amante enfermo de flacura haciéndola más energúmena, pobrecita, tan delicada en la manera de entrecruzar las piernas mientras Ella-Yo se entreduerme bajo los párpados fijos en la luna suburbana, la del espejo.

Desde allá, desde el otro lado de la frontera él no deja de mirarla. Él, quien por momentos pareciera a punto de levantar un violín  hasta su hombro.  Por eso Ella-Yo nunca se aquieta, si lo hiciera se perdería el encuentro, ese otro tango  de los ojos y en su cuerpo. Qué piola che, ha vuelto a sentir la vibración en el oído y ha girado como si intentara reconocer la voz en su derredor aunque sepa perfectamente que ese acento tan antiguo es del muchacho, viene de allá, del azogue encendido, ahí está, encendido, al igual que una caja de recuerdos donde alguien hubiera apretado un botón para que saltaran uno a uno. Ah, le gustaría esgrimir una navaja en su mano y con ella abrirle las entrañas al espejo mientras sin dejar de bailar, mera Marilyn Monroe entre pardos y morenos, atraerlo hasta la pista y exhibirlo delante de la mesa en ángulo casi al centro.

(En el jardín, triángulo)

Entre Marilyn y la flor fatal con el que el canyengue sueña. Así se ve, con frases hechas venidas del cuerpo, de la memoria, no, de la memoria no, de eso está segura, asiste a un alarde de sus manos solas que se cierran, van, llegan y se abren, asiste a la erección de sus pechos por la caricia de aquellas pupilas desde el cristal y no puede sustraerse tampoco al instante en que al entrar a la pista y tropezar junto a la vieja  que apenas pudo sostenerla, se le adhirió un perfume de yuyos y de alfalfa, aunque Ella-Yo no sepa qué es  esa cosa, yuyos, esa palabra, ni esa frase.

Entonces decide sumergirse por entero en aquella mirada que la vuelve cierta y  se pone a acunar las caderas todavía más livianita, más suavecito mientras en su vaivén murmura nueve de septiembre…nuevo de septiembre…nueve de…hoy sábado pasada las doce, hoy madrugada nueve de septiembre después de treinta años.

En el jardín, la más mía.

La cantina o bar o antro o todo junto está habitado por el pobrerío de eso ni la menor duda, a esta altura Ella-Yo no va a estar haciéndose pendeja ni tampoco va a ignorar justito ahora que la vieja insistió en llegar con su séquito, esos tres en forma escalonada, tres generaciones, tres modos de mirarnos a todos y sin embargo tres tan iguales por la pretensión de conocer a la Ella-Yo que a pesar de su atención se les escapa. Antes visitaron otros antros, se ve a simple vista su posarse sobre las cosas como si anduvieran en busca de indicios y exploraran la selva que somos todos, la foresta, la expedición a los desiertos, el safari entre las fieras, a los bajos fondos de los adictos, los delincuentes del amor, los fuyeros. Le siguen saliendo frases, términos, nombres, de los cuales no tiene la menor idea pero ya no le importa. Expedicionaron la nada, le da una risa, vaya a saber por qué antros se lanzaron en busca de ellos, de Ella-Yo, de toda esta caterva de aquí, pero no estaban, le da una risa, la diversidad última moda con travestis, homos, lesbis,  nadie, ni en el Arco ni en el Tabú y menos en el Y, nada ni nadie, ni siquiera música porque ese bum bum bum con el que se narcotizan suena a muerte más que a vida, así que concluye se vinieron en seco y la vieja se puso loca la está viendo, vaya a saber qué busca esa puta ahí sentada como si fuera reina y la reina es Ella-Yo ¿o no se dio cuenta?. Una vez escuchó a un tipo decir que en esos lugares, el Arco sobre todo,  sólo la geografía de la pasión, le gustó, la geografía de la pasión, ¿querría decir el paisaje como en un cuadrito? la montaña, el río, la casita pero de mentiras, pintados, sin que se pueda  entrar a la casa ni subir la montaña, o mejor, las líneas en el mapa, aquí el nombre de un río más allá el de una ciudad y un camino largo que baja y se pierde, como un cantito pero no sabe de dónde, como la canción de un viejo cuando era joven, eso, alguien con nombre de indio. Lo cierto es que habrán estado buscando en el Papichulo, en el Arco, en el Tabú y por otros antros y tuvieron que llegar hasta aquí para conocer el trasfondo, lo que no se ve. Otra barbaridad la que está pensando mientras sigue con la cadera para allá y para aquí casi una cuna pequeña que se mece en silencio, hoy domingo plena madrugada nueve de septiembre después de treinta años. Y además de esa fecha y esos años que no entiende, el muchacho argentino Qué  piola che y una vez más el desacuerdo con las palabras.

En el jardín, el día que me quieras.

El Jardín se embravece. Con zarpazos de oso la grandota ataca a la pareja de hombres entrelazados que termina de entrar a la pista y saca a uno de ellos a empujones. El pobre tipo se achica mientras el otro, la cabeza baja, se esconde sobre uno de los lados. El travesti acosa al pelafustán, con cada arremetida inquiere, se retoba, secretea, solicita vaya saber qué acción, cuál palabra o frase, hasta hacerlo desaparecer de nuestra vista. Un instante después volverán a presentarse juntos, los tres, abrazados, él y él y la grandota, aunque se note a la legua la derrota en el bote de cerveza que ella esgrime y en la forma de empinárselo hasta la última gota. Para evitar la caída propia Ella-Yo hace guiños al espejo donde el hombre es una carcajada mansa y un respingo de luz en el medio de la frente.

En el jardín, nostalgia.

La vieja que ha resbalado la mirada por la falda cortona y la melena rubia, sobre los muslos apretados por la mezclilla y más arriba hacia el borde de los senos, desgrana ahora su decir tan cerca de su oreja que Ella-Yo percibe su aliento y se sobresalta como cuando escuchó en su propio acento las palabras ajenas.

A veces uno no llega a vislumbrar lo que está detrás de las cosas y una suerte de mensaje cifrado se escapa de nuestras almas para siempre en el contorno de los nombres y los volúmenes. A veces se está tan atento a las palabras que lo que ellas invocan permanece en las sombras y el entendimiento distraído se ocupa de los menesteres de la superficie, sin caer en la cuenta que se ha dado la espalda a otra realidad. Quizás la puerta en cuyo dintel nos detenemos sin buscar la clave que nos permitiría traspasarla. Del mismo modo me dejé llevar por Fabián a los piringundines, -tan lindo, tan piola con sus líneas quebrándole las mejillas en vertical y su violín, pobre violín de cuartucho al sur tan distinto a mi piano. Conocí sus milongas, supe de sus minas, y presupuse la cortedad de nuestro amor.

El jardín, una luz de almacén.

Como si el romance no pudiera darse sino en la belleza, no en medio del aroma de los orines y la basura. Como si sólo algunos elegidos en espléndidos sitios, a lo largo de balaustradas de mármol y lagos artificiales, pudieran ejercerse en el privilegio del amor.  Ah, esa gente tan boba, la de la mesa entre tanta otra, se dice Ella-Yo bailando para él desde el lado opuesto del espejo. Vislumbra la curiosidad en alguno que observa el gesto del beso en la punta de los dedos o la caída de los párpados apoyada por las grandes pestañas postizas. Sigue la vista de alguien más cuya curiosidad va de sus ojos al espejo para no vislumbrar otra cosa que el travesti en pedazos, la pareja de varones, el borracho, y sonríe por el halago que le provoca saber que él, el muchacho antiguo sólo se deja plasmar en sus pupilas. Baila para él la Marilyn de este jardín, se alegra bailando, se queja bailando, se dobla, se quiebra con el bandoneón de fondo y el violín de Fabián tan cerca. Los dos mundos en Ella-Yo, la de la pianista y la del muchacho, ay, con sus líneas atravesándole las mejillas en vertical y el violín, pobre violín de cuartucho al sur. Y vuelve a reír, en el jardín dos mundos resbalan rozándose, los bordes se juntan, los tiempos se juntan. Un instante.

En el jardín, la última curda.

Ella-Yo sigue en la pista tras el suave contorno de sus piernas, desde la cintura que gira levemente a uno y otro lado y con la cabeza blonda un poco ladeada hacia atrás o a la izquierda y luego a la derecha. Mimí se le acerca y la detiene con el brazo para murmurarle cosas del momento en que la vieja se va, por ejemplo, que hablaba raro pero en español,  y que la escuchó en el momento de dar por terminado el aniversario, se acabó, dice Mimí que dijo, y más cosas a propósito del nueve de septiembre, este mismo día, ¿te das cuenta? se asombra. A ella-Yo no le importa ni la partida de la vieja y su séquito ni las babosadas que pudo haber escuchado Mimí. Ella-Yo sólo quiere seguir la danza para él, para el muchacho en el espejo. Da la espalda a la pared cercana, a la amiga clavada a su costado y al tipo que se imagina bailando en pareja. Da la espalda al mundo, a la noche, a la encrucijada de sus huesos y los brazos extendidos, las muñecas en giro, los dedos en llamas, ofrece su escorzo al que en el espejo la espera y la provoca, hacia el que  vuelve los ojos.

Sobre el cristal azogado el muchacho antiguo ya no está.

En el jardín, fin de la carambola.

Coral Aguirre

El camino andado

June 23, 2010

Mientras recorría los pisos de cerámica del renovado hospital,

mis pies se movían con la calma de un cementerio viejo y olvidado,

paso a paso, atravesando uno a uno los cálidos rayos del sol del la mañana.

Mis brazos descansaban a mis costados, olvidado ya el ritmo

de un marchar normal y pasajero.

Las personas, los enfermos, los médicos y las enfermeras,

algunos viejos  rostros por mí conocidos, parecieron no reparar en mi lenta presencia,

mucho menos en los lentos pasos de mi enflaquecido cuerpo.

Tres minutos más tarde, luego de un lento ascenso por las escaleras,

alguien pareció fijarse en mí.

Hola profesor, ¿cómo está? O mejor dicho; ya veo que está mal.


Y volteó su rostro asustado por mi espectral presencia.

Necio, no sabía nada de mí.

Miradas furtivas, nacieron de todas direcciones,

me observan.

Todos parecen asustados, asombrados.

Incómodo por las agudas y escurridizas miradas,

que en ocasiones, reflejaban un miedo desvaído,

con recelo,

volví a mi morada abandonada,

doblé las cadenas oxidadas

y cerré los gruesos candados.

Con igual calma,

cansado,

me acurruqué en mi angosta cama

resoplando, e irritado por el frío

ahora estoy tranquilo en mi feliz morada

por haber recuperado viejos pasos.

Acostado en mi deshilachada cama

reanalicé mi camino.

Cuántos recuerdos me esperan aún.

Siguiendo una larga calma,

cerré como pude  mis dañados párpados,

cerré la podrida tapa de mi catafalco,

dormí de nuevo

otro largo tiempo futuro

otro pasado,

otro nuevo tiempo presente.

Luis Armando Torres Camacho

En la quince

June 23, 2010

Chuy y Tere regresaban de una fiesta. Bailaron buena parte de la noche, pero ella tenía que volver temprano a su casa. A los padres de Tere les parece que Chuy es un chico simpático, amén de su  educación y las buenas intenciones para con su hija. El lugar donde se realizó la fiesta quedaba a algunas cuadras de la tienda La  Esperanza. Para esas horas  ya estaba cerrada y Tere tuvo que entrar por la puerta trasera. Ahí es donde ella vivía junto con sus padres,  en la segunda planta, porque todo el primer piso era la tienda de abarrotes.

Como  siempre que esto sucedía, Chuy se quedaba un momento con Tere. Hasta que ella anunciaba la hora de dormir. Lo despedía  con un ligero beso en la boca y él se retiraba, como siempre, con Chuyito inquieto y frustrado. En esa ocasión, tal vez al baile, la música, la luna llena o simplemente a las ganas, Tere abrió un poco lo que hasta entonces mantenía cerrado. Invitó a Chuy para que entrara en la tienda.  Ella alargó los brazos y los pasó  por el cuello de  Chuy, le plantó un beso en la boca, un poquito más extenso que  los de costumbre,   tomando por sorpresa al despistado novio. Chuy, cautivo del inesperado asalto y tomando en cuenta el lugar donde se encontraban, se separó de Tere y con paso ligero se acercaba   a la escalera cuando una mano  lo detuvo.  Al oído, ella le dijo que sus papás tenían el sueño muy pesado y, que no se despertarían. Chuy lo entendió. Tere llevaba una falda a cuadros, la blusa blanca fue desfajada por el entendido de Chuy, de modo que introdujo sus manos  y con un poco de trabajo, quitó el broche que abrió dos grandes diques. Chuy, ante el desparramamiento no supo qué hacer.  Nervioso, no hallaba la forma de cómo detener el aluvión. Era como si quisiera agarrar las yemas de dos grandes huevos de avestruz entre sus manos. Chuy dejó por la paz las compuertas abiertas y levantó la falda de Tere, sintió el vaho caliente de ella poblar sus mejillas mientras pasaba sus manos por la suave y ajustada tela, que cubría por completo un enorme terreno por donde se podía cabalgar.  Chuy intentó  bajarle la pantaleta pero Tere se lo impidió, indecisa. La agitada  respiración de Tere azuzaba el ímpetu que había despertado en Chuy, que sin pensarlo, éste, en un intento por aplacar esa locomotora en brama, introdujo su lengua por primera vez en la boca de Tere. Él cerró los ojos, mientras que la muchacha los peló, queriendo alcanzar cielo y tierra con los párpados. Chuy abrió su mirada y la fijó en la única bolsa de  papas fritas que quedaba en el despachador. La miraba fijamente, buscaba una especie de expiación tras haber invadido, con su mosquete lingual, el húmedo terreno virgen de su pretendida.

Chuyito peleaba por  salir de su refugio. El bulto que se formaba con este intento, se frotaba con  la tela envolvente de Tere. La abrazaba de modo que ella sintiera  el portento que no dejaba  entrar. La muchacha era una mezcla de indecisión y deseo; todo lo que le inculcaron sus padres: su educación, lo relativo a los pecados, todo ese pliego moral y prohibido; brincaba como duende travieso por un pequeña  cornisa  entre el suelo firme y un sabroso abismo.  Quería ceder, pero vacilaba. Chuy, después que le ensalivó la oreja derecha,  le dijo al oído con voz derretida: Tere, déjate. Chuy, en su expedición táctil,   descubrió un volcán escondido porque lo quemó una deliciosa lava húmeda. Chuy sudaba, hacía calor, un calor que crecía conforme avanzaba el tiempo y aumentaba el magreo. Chuy insistió: Tere, Teresita, déjate Tere. Ella movió la cabeza negando, pero agarró una mano de Chuy colocándola en uno de los diques abiertos. Chuy se soltó de la mano de Tere y, braveado,  se preparó para  dejar al descubierto ese deseado territorio donde quería retozar, pero ella lo detuvo nuevamente. En ese momento, Chuy vio  el lugar donde varios pastelitos, debido al calor, escurrían chocolate. Chuy sentía los lóbulos de sus orejas  arder, y se dio cuenta  que también, a la altura donde encontró el volcán, en la  guarida de Chuyito, había un geiser en ciernes. Una ligera gota cremosa, indiscreta, salió de la guarida de ese escondrijo, después de que viera los Gansitos.

Esto era nuevo, había que aprovecharlo, era una oferta que no se podía dar el lujo de soslayar. Tere nunca había pasado del beso de trompita, la mano sudada, el abrazo incómodo; a lo mejor se le metió el diablo, pensó Chuy, bendita ocurrencia. Se  aprovechó del momento,  cerró  filas y con voz firme, exigió: Tere, ¡ya, déjate!

Tere abrió una puerta que Chuy no estaba dispuesto a dejar que cerrara. Los besos siguieron, las crecientes y más feroces caricias, domesticaban al brioso caballo de la indecisión de Tere, que cada vez cedía más terreno, cosa que Chuy explotaba deleitoso. Por fin pudo sostener lo que salía de una compuerta abierta y  bebió con fruición. Tere vaporizaba.

De pronto, se escucharon pasos descendentes por la escalera. ¿Hay alguien ahí?, gritó don Pepe, el papá de Tere. Los pasos se acercaban. Chuy no podía bloquear su erección, ni la mancha que ahora tenía sobre su desgastado pantalón de mezclilla, que en un tiempo fue azul. El sudor era una prueba irrefutable de que el muchacho había tenido acción. El padre de Tere no podía creer lo que miraba. Caminó hacia ellos y  se encontró con que Chuy estaba en el suelo  y le dijo:

–       ¿Pues qué haces muchacho?- al tiempo que veía a Tere recargada en una hielera, donde velozmente intentaba borrar de sus mejillas de papel, con un abanico de mano, la rosácea evidencia del arrebato pasional.

–       Nada, don Pepe,-explicaba Chuy con voz quejumbrosa -aquí  mostrándole a Tere que puedo hacer más de cincuenta lagartijas, y  apenas voy en la quince.

Adrián Pérez