Archive for the ‘Juan Manuel Carreño’ Category

No todos somos iguales

June 23, 2010

Rosendo salió de la escuela y llegó muy inquieto a su casa. Después de besar a su madre, le preguntó intrigado:

-Mami, ¿cómo nací yo?

La madre, no supo qué responder.

-Pregúntale a tu papá cuando llegue del trabajo -y se fue a la cocina.

Rosendo esperó a que llegara su padre. Lo dejó descansar y que comiera tranquilo. Cuando tanteó el momento propicio le miró con su carita inocente y le preguntó:

-Papi, ¿cómo nací yo?

El padre no supo qué contestar y se le quedó mirando a su esposa. Ésta consintió en que se conociera la información.

-Como ya estás grandecito, te lo voy a decir -lo miró fijamente y con seriedad-. Lo cierto es que tú naciste como un tamal.

Rosendo le miró incrédulo.

-Pero, cómo me dices eso -se alteró-. En la escuela me dieron la clase de Ciencias Naturales y me enseñaron cómo nacen los seres humanos. Y ahora ustedes me dicen que nací siendo un tamal. ¿A quién debo de creer?

-Pues a nosotros que somos tus padres -afirmó su madre.

-Ustedes mienten -aseguró Rosendo-. Nadie nace como un tamal -y comenzó a llorar.

Bueno -dijo su padre-, es cierto que la mayoría nace de la manera tradicional -sonrió-, pero no todos somos iguales. ¿Verdad Flora? -miró a su esposa.

-¿Y tus papás? -le preguntó a su mamá.

-Igual que tú -aseguró ella.

-¿Y los tuyos? -le preguntó a su papá.

-Igual que tú -contestó él.

Rosendo gritó desesperadamente:

-¡¿Por qué me están echando mentiras?! -comenzó a llorar a lágrima viva-. ¡Yo no nací como un tamal!

En esos momentos timbraron en la puerta. Eran sus abuelitos que venían a visitarlos. Entraron a la sala y vieron que su nieto se encontraba llorando inconsolable.

-¿Qué le pasa a Chendito? -preguntó la abuela.

-Hoy le enseñaron cómo nacen los niños -explicó su madre.

El niño se acercó a su abuelita  con su rostro lloroso.

-Dime la verdad abuelita ¿Cómo nací yo?

Los abuelos se miraron sin saber que decir. Tomaron a Rosendo de los hombros y lo sentaron con ellos en la sala. Su abuelita le miró con mucho amor.

Mira, Chendito, no se lo digas a nadie, pero lo cierto es que tú naciste de diferente manera -hizo una pausa y le sonrió-. Tú, al igual que nosotros, naciste siendo un pequeño tamal.

El pobre niño ya no supo qué replicar. Miraba los rostros de sus seres queridos y los veía asentir en silencio, con seriedad. Estaba a punto de llorar nuevamente, cuando el timbre en la puerta distrajo su atención. Eran los vecinos de enfrente.

-Venimos por Chendo para que acompañe a Jorgito en su cumpleaños -dijo el papá del festejado.

Rosendo fue a la fiesta sin olvidarse de la plática familiar; cuando sirvieron la merienda observó aterrado que, justo con el pastel, venían cinco tamales en cada plato. Los pequeños invitados comenzaban a devorarlos. Él se volvió loco e inició a gritar desesperado:

-¡Asesinos! ¡Asesinos! ¡Se están comiendo a mis hermanitos!

Los niños se carcajearon como si fuera una broma, lo que hizo que Rosendo tomara el palo de la piñata y comenzara a golpearlos. Hubo veinte descalabrados antes que la policía llegara a arrestarlo. Sus padres y sus abuelos fueron llamados a la Delegación de Policía. Allí, el Agente del Ministerio Público los amonestó con severidad.

-El niño ha confesado por qué golpeó a los demás niños -los miró con dureza-. Con esas cosas no se debe jugar –estaba muy molesto-. Siempre deben contestarle a su hijo con la verdad. –Los cuatro bajaron la vista. El Agente agregó:-. No quiero que vuelva a suceder, por que si no…

Padres, hijos y nieto regresaron a su casa en silencio. Los abuelos se retiraron a su hogar prometiendo visitarles otro día. El niño entró en su cuarto y como estaba muy cansado se durmió pronto. Ya no se volvió a hablar del asunto y Rosendo lo sepultó en lo más hondo de su cerebro.

Pasaron los años. Sus padres y abuelos murieron en un accidente. Rosendo fue adoptado por la familia de al lado e hizo su vida normal hasta hacerse un hombre de bien. Después de recibirse se casó con María Azucena, que fue el amor de su vida desde que la conoció en  la secundaria. Llegó el tiempo de tener hijos y la llevó al hospital para que alumbrara.

Y ahora allí estaba, dando vueltas y vueltas, de aquí para allá y de allá para acá, fumando cigarro tras cigarro. Esperaba ansioso la salida del médico. ¿Será niño o niña? Se preguntaba. Mi esposa quiere que sea niño, y yo que sea niña, pero ultimadamente que sea lo que Dios quiera, se decía. Y volvía caminar de aquí para allá, y luego de allá para acá, tantas veces, que poco  le faltaba para que hiciera un caminito de tanto gastar las suelas. El doctor que atendía a su esposa salió muy serio cargando un bultito en sus brazos.

-¿Usted es el esposo de la señora María Azucena?

-Así es doctor -le sonrió-. Dígame, ¿qué fue? ¿niño o niña? Y abrió los brazos para recibir la criatura.

-No me lo va a creer -su tono era serio-. Es usted padre de un tamal de tres kilos de peso -le dio el envoltorio. Descubrió el lado superior para que Rosendo lo viera. “No todos somos iguales” habían dicho sus padres. El doctor, serio, con el rostro demacrado, le miraba compasivamente.

-¿Y ella?

-Murió de la impresión -informó el galeno-. Lo siento.

Llevó el paquete a su casa. No todos somos iguales le había dicho su abuela. ¡Asesinos, asesinos! había gritado de niño. Su mente estaba confusa y su cuerpo agotado por la tensión- ¡No todos somos iguales, no todos somos iguales. Asesinos, asesinos! Colocó a su hijo en la cuna recién adquirida, junto a la cama matrimonial, y cayó como fulminado por un rayo, de tan cansado que andaba.

¿Cuánto tiempo pasó? Nadie lo sabe. Rosendo fue despertado por varios amigos.

-¡Te felicito! -le dijo uno de ellos.

-¡Trajimos cerveza para celebrar! -anunció otro.

Lo llevaron al comedor casi a rastras. Él todo lo veía borroso. Uno de sus amigos salió de la cocina con una bandeja enorme y colocándola en la mesa le dijo:

-¡Te la bañaste, Chendo! ¿A quién se le hubiera ocurrido hacer este tamalote, para festejar el nacimiento de un hijo? Levantó la tapadera y el vapor impregnó la casa.

Rosendo lanzó un grito desesperado y cayó al suelo preso de convulsiones. Sus amigos lo trasladaron  al hospital, mas  todo fue en vano. Murió a los pocos minutos. Allí se enteraron de la suerte de su esposa, mas nadie aclaró el destino del hijo. Por la noche velaron sus cuerpos en la funeraria de la colonia.

Una señora piadosa, de esas que nunca faltan, repartió el tamal entre los dolientes. Y así fue como reinició la tragedia. Aquellos que lo comieron, con el tiempo, tendrían  tamales en vez de hijos.

Por eso a mí no me gustan los tamalitos. Cada vez que estoy por probarlos me acuerdo de estas palabras: No todos somos iguales. No todos somos iguales, y se me quitan las ganas.

Juan Manuel Carreño

Crónica de un hombre de Dios

June 23, 2010

Para Leticia Damm

Año 1

La labor había sido intensa. Extender la Palabra entre los viandantes de la avenida Morelos siempre cansa. Repartir volantes, sonreír y hablar con autoridad da resultado, aunque a veces es frustrante sobre todo para mí, que sólo soy un predicador en tiempo libre.

El poder del amor y el llamado de la fe es limitado cuando no se puede hacer milagros. Aún así, extender la Palabra siempre es muy bonito. Cuando aceptas al Señor de verdad en tu corazón, tu vida cambia totalmente. Ya ven a mí, de borracho sabatino, me convirtió en uno de Sus soldados favoritos, y aquí me tienen predicando por las tardes. Me doy cuenta que mis gritos enardecen a algunos peatones porque no comprenden que el Señor me ha tocado y que deseo compartirlo con ellos. Aún así hay algunos que me escuchan.

Año 2

Sigo trabajando en las calles del centro. Reparto con gusto los volantes que un hermano que labora en una imprenta imprime gratis para la causa. Y qué gran causa. Yo los reparto con amor y sigo extendiendo la palabra del Señor. A veces me dan cooperación, pero eso no es lo importante. Lo que importa es la recompensa que tienen destinada para mí en el Cielo. Estoy lleno del Señor.

Año 3

Después de trabajar intensamente, ya tengo muchos convertidos. Hacemos grupos en sus casas, en cafeterías o en las plazas. Les hablo mucho del Mensaje, y a veces lo escribo en una hoja como ayuda. Los veo con amor y les hablo con el corazón de lo que ha hecho el Señor con Sus amigos.

Ya no trabajo de mecánico. Ahora vivo de los diezmos, como los padrecitos. Mi esposa tomó otro camino. No la maldigo, antes al contrario. Yo sigo pensando que mi recompensa está en el Cielo.

Año 4

La colecta aumenta. Ya tengo un condominio. Varios hermanos atienden mis necesidades, aún así, sigo acostándome solo. No necesito de la carne. Estudio el Mensaje. Practico frente al espejo. El hábito blanco me sienta bien. Sé que mi recompensa me espera.

Año 5

Ya no rezo tanto ni leo tan seguido. Me siento inspirado. Ahora son más hermanos los que trabajan directamente conmigo. El grupo se ha extendido bastante. Varias hermanas, con esmerado sigilo, me visitan por las noches, y como hijas de Dios las atiendo después de hacer una oración. La recompensa –me inspira el Señor- está también aquí en la tierra. ¡Qué alegría trabajar para el Señor!

Año 6

He preparado a cientos de hermanos para extender el Mensaje. Los trajes Sidi me sientan mejor que los de Robert’s. Varias cuentas engordan en los bancos; claro, todo pertenece al Señor aunque yo soy el único que puede firmar y disponer de lo que ahí se encuentra. Soy padre de 20 hijos en una misma semana. Con éstos son ya 65. Alabado sea el Señor que me manda la recompensa por delante.

Año 7

Al principio compré un Volkswagen sedán usado, y luego, conforme el Señor me extendía su mano, fui mejorando marcas y años. Ahora el Señor me trae en un Lincoln del año, con clima, asientos de piel, teléfono y televisor integrado…ah, y una cantinita con vino consagrado. El chofer, que es hermano, debe por su trabajo andar uniformado. El Señor es mi pastor, nada me falta.

Año 8

Ya renuncié a los Sidi. Ahora en Nueva York visito un sastre de gran nombre. Formo parte de una lista privada y selecta de los que disfrutan la Gran Manzana. En el Chase Manhattan Bank me reciben mejor que en cualquier banco mexicano. La langosta a la Thermidor es mi platillo favorito. Las rubias, morenas y trigueñas, de cualquier nacionalidad, están disponibles a mi llamado. Alabado sea el Señor por todo lo que me da. La recompensa del cielo la estoy recibiendo aquí en la Tierra.

Año 9

A la salida del Teatro de la Ciudad, voy con mi familia a tomar la limosina gris cuando me topo con uno de esos predicadores callejeros que a grito pelado molestan al viandante. Sus amigos reparten volantes. El predicador está exaltado. Dice que habla en nombre de Dios. Como si Dios autorizara a cualquier cabrón para hablar en su nombre, me digo.

Introduzco a los niños y a tres de mis esposas en la limosina gris –los martes toca limosina gris-, y tomo regia posición en el mullido asiento. Hace un poco de frío. Ordeno prender la calefacción. El predicador frente a mi ventana extiende su volante diciendo: Acepte al Señor en su corazón. Yo solamente sonrío y le digo al chofer: A la casa, Daniel, y en el trayecto me digo: Grandes cosas ha hecho el Señor por sus amigos. Alabado sea.

Juan Manuel Carreño