Rosendo salió de la escuela y llegó muy inquieto a su casa. Después de besar a su madre, le preguntó intrigado:
-Mami, ¿cómo nací yo?
La madre, no supo qué responder.
-Pregúntale a tu papá cuando llegue del trabajo -y se fue a la cocina.
Rosendo esperó a que llegara su padre. Lo dejó descansar y que comiera tranquilo. Cuando tanteó el momento propicio le miró con su carita inocente y le preguntó:
-Papi, ¿cómo nací yo?
El padre no supo qué contestar y se le quedó mirando a su esposa. Ésta consintió en que se conociera la información.
-Como ya estás grandecito, te lo voy a decir -lo miró fijamente y con seriedad-. Lo cierto es que tú naciste como un tamal.
Rosendo le miró incrédulo.
-Pero, cómo me dices eso -se alteró-. En la escuela me dieron la clase de Ciencias Naturales y me enseñaron cómo nacen los seres humanos. Y ahora ustedes me dicen que nací siendo un tamal. ¿A quién debo de creer?
-Pues a nosotros que somos tus padres -afirmó su madre.
-Ustedes mienten -aseguró Rosendo-. Nadie nace como un tamal -y comenzó a llorar.
–Bueno -dijo su padre-, es cierto que la mayoría nace de la manera tradicional -sonrió-, pero no todos somos iguales. ¿Verdad Flora? -miró a su esposa.
-¿Y tus papás? -le preguntó a su mamá.
-Igual que tú -aseguró ella.
-¿Y los tuyos? -le preguntó a su papá.
-Igual que tú -contestó él.
Rosendo gritó desesperadamente:
-¡¿Por qué me están echando mentiras?! -comenzó a llorar a lágrima viva-. ¡Yo no nací como un tamal!
En esos momentos timbraron en la puerta. Eran sus abuelitos que venían a visitarlos. Entraron a la sala y vieron que su nieto se encontraba llorando inconsolable.
-¿Qué le pasa a Chendito? -preguntó la abuela.
-Hoy le enseñaron cómo nacen los niños -explicó su madre.
El niño se acercó a su abuelita con su rostro lloroso.
-Dime la verdad abuelita ¿Cómo nací yo?
Los abuelos se miraron sin saber que decir. Tomaron a Rosendo de los hombros y lo sentaron con ellos en la sala. Su abuelita le miró con mucho amor.
–Mira, Chendito, no se lo digas a nadie, pero lo cierto es que tú naciste de diferente manera -hizo una pausa y le sonrió-. Tú, al igual que nosotros, naciste siendo un pequeño tamal.
El pobre niño ya no supo qué replicar. Miraba los rostros de sus seres queridos y los veía asentir en silencio, con seriedad. Estaba a punto de llorar nuevamente, cuando el timbre en la puerta distrajo su atención. Eran los vecinos de enfrente.
-Venimos por Chendo para que acompañe a Jorgito en su cumpleaños -dijo el papá del festejado.
Rosendo fue a la fiesta sin olvidarse de la plática familiar; cuando sirvieron la merienda observó aterrado que, justo con el pastel, venían cinco tamales en cada plato. Los pequeños invitados comenzaban a devorarlos. Él se volvió loco e inició a gritar desesperado:
-¡Asesinos! ¡Asesinos! ¡Se están comiendo a mis hermanitos!
Los niños se carcajearon como si fuera una broma, lo que hizo que Rosendo tomara el palo de la piñata y comenzara a golpearlos. Hubo veinte descalabrados antes que la policía llegara a arrestarlo. Sus padres y sus abuelos fueron llamados a la Delegación de Policía. Allí, el Agente del Ministerio Público los amonestó con severidad.
-El niño ha confesado por qué golpeó a los demás niños -los miró con dureza-. Con esas cosas no se debe jugar –estaba muy molesto-. Siempre deben contestarle a su hijo con la verdad. –Los cuatro bajaron la vista. El Agente agregó:-. No quiero que vuelva a suceder, por que si no…
Padres, hijos y nieto regresaron a su casa en silencio. Los abuelos se retiraron a su hogar prometiendo visitarles otro día. El niño entró en su cuarto y como estaba muy cansado se durmió pronto. Ya no se volvió a hablar del asunto y Rosendo lo sepultó en lo más hondo de su cerebro.
Pasaron los años. Sus padres y abuelos murieron en un accidente. Rosendo fue adoptado por la familia de al lado e hizo su vida normal hasta hacerse un hombre de bien. Después de recibirse se casó con María Azucena, que fue el amor de su vida desde que la conoció en la secundaria. Llegó el tiempo de tener hijos y la llevó al hospital para que alumbrara.
Y ahora allí estaba, dando vueltas y vueltas, de aquí para allá y de allá para acá, fumando cigarro tras cigarro. Esperaba ansioso la salida del médico. ¿Será niño o niña? Se preguntaba. Mi esposa quiere que sea niño, y yo que sea niña, pero ultimadamente que sea lo que Dios quiera, se decía. Y volvía caminar de aquí para allá, y luego de allá para acá, tantas veces, que poco le faltaba para que hiciera un caminito de tanto gastar las suelas. El doctor que atendía a su esposa salió muy serio cargando un bultito en sus brazos.
-¿Usted es el esposo de la señora María Azucena?
-Así es doctor -le sonrió-. Dígame, ¿qué fue? ¿niño o niña? Y abrió los brazos para recibir la criatura.
-No me lo va a creer -su tono era serio-. Es usted padre de un tamal de tres kilos de peso -le dio el envoltorio. Descubrió el lado superior para que Rosendo lo viera. “No todos somos iguales” habían dicho sus padres. El doctor, serio, con el rostro demacrado, le miraba compasivamente.
-¿Y ella?
-Murió de la impresión -informó el galeno-. Lo siento.
Llevó el paquete a su casa. No todos somos iguales le había dicho su abuela. ¡Asesinos, asesinos! había gritado de niño. Su mente estaba confusa y su cuerpo agotado por la tensión- ¡No todos somos iguales, no todos somos iguales. Asesinos, asesinos! Colocó a su hijo en la cuna recién adquirida, junto a la cama matrimonial, y cayó como fulminado por un rayo, de tan cansado que andaba.
¿Cuánto tiempo pasó? Nadie lo sabe. Rosendo fue despertado por varios amigos.
-¡Te felicito! -le dijo uno de ellos.
-¡Trajimos cerveza para celebrar! -anunció otro.
Lo llevaron al comedor casi a rastras. Él todo lo veía borroso. Uno de sus amigos salió de la cocina con una bandeja enorme y colocándola en la mesa le dijo:
-¡Te la bañaste, Chendo! ¿A quién se le hubiera ocurrido hacer este tamalote, para festejar el nacimiento de un hijo? –Levantó la tapadera y el vapor impregnó la casa.
Rosendo lanzó un grito desesperado y cayó al suelo preso de convulsiones. Sus amigos lo trasladaron al hospital, mas todo fue en vano. Murió a los pocos minutos. Allí se enteraron de la suerte de su esposa, mas nadie aclaró el destino del hijo. Por la noche velaron sus cuerpos en la funeraria de la colonia.
Una señora piadosa, de esas que nunca faltan, repartió el tamal entre los dolientes. Y así fue como reinició la tragedia. Aquellos que lo comieron, con el tiempo, tendrían tamales en vez de hijos.
Por eso a mí no me gustan los tamalitos. Cada vez que estoy por probarlos me acuerdo de estas palabras: No todos somos iguales. No todos somos iguales, y se me quitan las ganas.
Juan Manuel Carreño