Carambola

Para Lorena Sanmillán

Es la del hombre la risa que aflora en firuletes desde allá hasta aquí. No, no es cierto, también es la de la mujer Ella-Yo quien lo ve en el espejo y lo acompaña. Porque lo primero es el espejo. Sin embargo está lejos del azogue, cinco metros o más, y sobre un punto entre Ella-Yo y el hombre reflejado en el espejo, la mesa en ángulo, como no queriendo estar, estando. Es un jardín sin retoños ni acequias y con bocinas, broncas, barra, botes y botellas de cerveza.

En el jardín, la luna en el espejo y las flores de papel.

Así nomás arremetió sábado por la noche con un me voy cualquiera que no a cualquier antro sino  a ese, el de las flores negras, ya que fue fácil darse cuenta en un determinado momento, no desde la mañana o la tarde, no, no, en un punto exacto después que se hizo tarde que no debía perder tiempo en el acostumbrado itinerario para desembocar por la madrugada en El Jardín.  Por eso llegó tan apurada que estuvo a punto de  caer sobre una de las mesas donde una vieja la sostuvo un momento por el brazo. Fue en ese instante cuando sintió como un presentimiento de haber terminado con la prisa, y al llegar a la pista se encontró con él, con el príncipe, el del otro lado, el de los ojos con aros de luz  húmedos, así pensó, el del tango y la lengua extraña por haberlo percibido de muy lejos en el espejo pero en su propio oído, qué piola, che.

Había salido como todos los sábados, los viernes, los domingos. El resto de la semana vive en los separos de la fábrica. Tal cual, como si fuera cárcel. Camisetas. Implantación de rótulos en las camisetas. Y en la otra vida implantación de senos, de nalgas, de a poco. Así ya casi entera, los hombres la van a ver el sábado, la esperan el sábado y sueñan por adelantado con ella. Por eso ni bien llega se quita el impermeable y se pone a bailar.

Esta vez aparece él de inmediato, y le sonríe. Con unos treinta años  antiguos, sin traza de vejez, antiguos a causa de un horizonte de arena y telarañas en el que parece fundirse. Quizás por eso se decide por bailar apenas, muy suavecito, así y así, meneando la cadera para ausentar los sobresaltos, que él no se asuste sobre todo.

En el jardín, las lunas suburbanas.

Contra la pared opuesta al espejo justo donde un poquito más adelante se halla Ella-Yo y más atrás un travesti tallado en muecas, un borracho y una pareja homo, las mesas colocadas sin orden parecen rebotar entre los danzantes hasta perderse camino de la puerta de entrada. Se revela una principal por el sitio que ocupa casi al centro de la pista y al fondo. Un ángulo del que se desprenden los otros dos y en cuya mesa  unos tipos raros rodean a la vieja quien hubo de evitar su caída pocos minutos antes. Esa vieja la mira y sonríe como si estuviera a punto de reconocerla. En realidad no es así, es de otra forma pero no sabe cómo. Quizás la vieja llegó con su mirada hasta el espejo se detuvo un instante y luego sonrió con la sonrisa que terminó dando la vuelta completa para instalarse frente a su propia cara. Sí, es más exacto pensarlo de este modo.

En el jardín, arrabal amargo.

Implantación de nalgas muy dolorosa, la falda de veinte centímetros de largo apenas las cubre. Sin embargo Ella-Yo muy alebrestada. Ni modo. Viene Mimí a ver. Se desliza siempre cerca de la pared hasta dar con un rinconcito oportuno y levanta tantito la falda de mezclilla. Ahí está el culo herido. Mimí hunde los dientes en su labio inferior y se va. Ella-Yo sigue meneándose muy suave como para no asustar al que le sonríe desde el espejo. A pesar de su disimulo, de un ritmo al que no le presta atención y del juego de las muñecas y del cuello siempre suavecito donde importan las manos y no los brazos, (no hay brazos para abrazar porque en el espejo los brazos no sirven), a pesar del aire de sonámbula que se ha elegido alguien ha saltado a la pista y la acompaña. Ella-Yo decidirá no mirarlo en ningún espaciotiempo de la noche. Sólo a aquel, al bello muchacho antiguo con sus líneas quebrándole las mejillas en vertical que hoy por hoy pudiera ser tan viejo como la vieja de la mesa en ángulo casi al centro.

En el jardín más frágil que el cristal.

Un triángulo con sus tres clarísimas puntas ¿pero cuáles? Ella-Yo se percibe en un laberinto en donde las sonrisas de esquina a esquina son el eco de unas madreselvas o unas bugambilias, chi lo sá. Una parte de ella se sobresalta, la otra permanece tranquila, he aquí una lengua de la que ni siquiera reconoce la geografía. La vieja pared parece descascararse aún más a sus espaldas. De pronto  advierte los harapos colgando del techo, hay harapos de sueños colgando del techo, hay restos, hay  hilachas. La noche abunda en holocaustos, los ve caminar, andar en medio de su danza a la que no abandona, no debe, él la sostiene desde el espejo. Pero observa sin perderse el mínimo detalle, ese tipejo de frente tratando de enlazarla, la rocola agitada por el rock  y la canción ranchera, la carne zarandeada en busca de la otra, el juego de los troncos en el intento de acomodarse a los huesos aún nuevos, aún sin domesticar, los filamentos de las manos, de las bocas, de los dientes, el apretujón de la especie. Y luego, cuando la rocola deja de trepidar y se aquieta con la canción romántica mientras no pierde a su príncipe en el azogue no puede dejar de darse cuenta del viejo Mario, quien abraza al chico, lo ama con besos pequeños sobre la nuca, le saliva un poquito del pelo en el nacimiento del cuello y lo mece en los brazos muy lento como si fuera su bebé. Un espiral la noche, Ella-Yo y el espejo.

En el jardín, tus pasos que ya no volverán.

Porque también está  la grandota, el varón femenino que se achicharra en los brazos cortos de un amante enfermo de flacura haciéndola más energúmena, pobrecita, tan delicada en la manera de entrecruzar las piernas mientras Ella-Yo se entreduerme bajo los párpados fijos en la luna suburbana, la del espejo.

Desde allá, desde el otro lado de la frontera él no deja de mirarla. Él, quien por momentos pareciera a punto de levantar un violín  hasta su hombro.  Por eso Ella-Yo nunca se aquieta, si lo hiciera se perdería el encuentro, ese otro tango  de los ojos y en su cuerpo. Qué piola che, ha vuelto a sentir la vibración en el oído y ha girado como si intentara reconocer la voz en su derredor aunque sepa perfectamente que ese acento tan antiguo es del muchacho, viene de allá, del azogue encendido, ahí está, encendido, al igual que una caja de recuerdos donde alguien hubiera apretado un botón para que saltaran uno a uno. Ah, le gustaría esgrimir una navaja en su mano y con ella abrirle las entrañas al espejo mientras sin dejar de bailar, mera Marilyn Monroe entre pardos y morenos, atraerlo hasta la pista y exhibirlo delante de la mesa en ángulo casi al centro.

(En el jardín, triángulo)

Entre Marilyn y la flor fatal con el que el canyengue sueña. Así se ve, con frases hechas venidas del cuerpo, de la memoria, no, de la memoria no, de eso está segura, asiste a un alarde de sus manos solas que se cierran, van, llegan y se abren, asiste a la erección de sus pechos por la caricia de aquellas pupilas desde el cristal y no puede sustraerse tampoco al instante en que al entrar a la pista y tropezar junto a la vieja  que apenas pudo sostenerla, se le adhirió un perfume de yuyos y de alfalfa, aunque Ella-Yo no sepa qué es  esa cosa, yuyos, esa palabra, ni esa frase.

Entonces decide sumergirse por entero en aquella mirada que la vuelve cierta y  se pone a acunar las caderas todavía más livianita, más suavecito mientras en su vaivén murmura nueve de septiembre…nuevo de septiembre…nueve de…hoy sábado pasada las doce, hoy madrugada nueve de septiembre después de treinta años.

En el jardín, la más mía.

La cantina o bar o antro o todo junto está habitado por el pobrerío de eso ni la menor duda, a esta altura Ella-Yo no va a estar haciéndose pendeja ni tampoco va a ignorar justito ahora que la vieja insistió en llegar con su séquito, esos tres en forma escalonada, tres generaciones, tres modos de mirarnos a todos y sin embargo tres tan iguales por la pretensión de conocer a la Ella-Yo que a pesar de su atención se les escapa. Antes visitaron otros antros, se ve a simple vista su posarse sobre las cosas como si anduvieran en busca de indicios y exploraran la selva que somos todos, la foresta, la expedición a los desiertos, el safari entre las fieras, a los bajos fondos de los adictos, los delincuentes del amor, los fuyeros. Le siguen saliendo frases, términos, nombres, de los cuales no tiene la menor idea pero ya no le importa. Expedicionaron la nada, le da una risa, vaya a saber por qué antros se lanzaron en busca de ellos, de Ella-Yo, de toda esta caterva de aquí, pero no estaban, le da una risa, la diversidad última moda con travestis, homos, lesbis,  nadie, ni en el Arco ni en el Tabú y menos en el Y, nada ni nadie, ni siquiera música porque ese bum bum bum con el que se narcotizan suena a muerte más que a vida, así que concluye se vinieron en seco y la vieja se puso loca la está viendo, vaya a saber qué busca esa puta ahí sentada como si fuera reina y la reina es Ella-Yo ¿o no se dio cuenta?. Una vez escuchó a un tipo decir que en esos lugares, el Arco sobre todo,  sólo la geografía de la pasión, le gustó, la geografía de la pasión, ¿querría decir el paisaje como en un cuadrito? la montaña, el río, la casita pero de mentiras, pintados, sin que se pueda  entrar a la casa ni subir la montaña, o mejor, las líneas en el mapa, aquí el nombre de un río más allá el de una ciudad y un camino largo que baja y se pierde, como un cantito pero no sabe de dónde, como la canción de un viejo cuando era joven, eso, alguien con nombre de indio. Lo cierto es que habrán estado buscando en el Papichulo, en el Arco, en el Tabú y por otros antros y tuvieron que llegar hasta aquí para conocer el trasfondo, lo que no se ve. Otra barbaridad la que está pensando mientras sigue con la cadera para allá y para aquí casi una cuna pequeña que se mece en silencio, hoy domingo plena madrugada nueve de septiembre después de treinta años. Y además de esa fecha y esos años que no entiende, el muchacho argentino Qué  piola che y una vez más el desacuerdo con las palabras.

En el jardín, el día que me quieras.

El Jardín se embravece. Con zarpazos de oso la grandota ataca a la pareja de hombres entrelazados que termina de entrar a la pista y saca a uno de ellos a empujones. El pobre tipo se achica mientras el otro, la cabeza baja, se esconde sobre uno de los lados. El travesti acosa al pelafustán, con cada arremetida inquiere, se retoba, secretea, solicita vaya saber qué acción, cuál palabra o frase, hasta hacerlo desaparecer de nuestra vista. Un instante después volverán a presentarse juntos, los tres, abrazados, él y él y la grandota, aunque se note a la legua la derrota en el bote de cerveza que ella esgrime y en la forma de empinárselo hasta la última gota. Para evitar la caída propia Ella-Yo hace guiños al espejo donde el hombre es una carcajada mansa y un respingo de luz en el medio de la frente.

En el jardín, nostalgia.

La vieja que ha resbalado la mirada por la falda cortona y la melena rubia, sobre los muslos apretados por la mezclilla y más arriba hacia el borde de los senos, desgrana ahora su decir tan cerca de su oreja que Ella-Yo percibe su aliento y se sobresalta como cuando escuchó en su propio acento las palabras ajenas.

A veces uno no llega a vislumbrar lo que está detrás de las cosas y una suerte de mensaje cifrado se escapa de nuestras almas para siempre en el contorno de los nombres y los volúmenes. A veces se está tan atento a las palabras que lo que ellas invocan permanece en las sombras y el entendimiento distraído se ocupa de los menesteres de la superficie, sin caer en la cuenta que se ha dado la espalda a otra realidad. Quizás la puerta en cuyo dintel nos detenemos sin buscar la clave que nos permitiría traspasarla. Del mismo modo me dejé llevar por Fabián a los piringundines, -tan lindo, tan piola con sus líneas quebrándole las mejillas en vertical y su violín, pobre violín de cuartucho al sur tan distinto a mi piano. Conocí sus milongas, supe de sus minas, y presupuse la cortedad de nuestro amor.

El jardín, una luz de almacén.

Como si el romance no pudiera darse sino en la belleza, no en medio del aroma de los orines y la basura. Como si sólo algunos elegidos en espléndidos sitios, a lo largo de balaustradas de mármol y lagos artificiales, pudieran ejercerse en el privilegio del amor.  Ah, esa gente tan boba, la de la mesa entre tanta otra, se dice Ella-Yo bailando para él desde el lado opuesto del espejo. Vislumbra la curiosidad en alguno que observa el gesto del beso en la punta de los dedos o la caída de los párpados apoyada por las grandes pestañas postizas. Sigue la vista de alguien más cuya curiosidad va de sus ojos al espejo para no vislumbrar otra cosa que el travesti en pedazos, la pareja de varones, el borracho, y sonríe por el halago que le provoca saber que él, el muchacho antiguo sólo se deja plasmar en sus pupilas. Baila para él la Marilyn de este jardín, se alegra bailando, se queja bailando, se dobla, se quiebra con el bandoneón de fondo y el violín de Fabián tan cerca. Los dos mundos en Ella-Yo, la de la pianista y la del muchacho, ay, con sus líneas atravesándole las mejillas en vertical y el violín, pobre violín de cuartucho al sur. Y vuelve a reír, en el jardín dos mundos resbalan rozándose, los bordes se juntan, los tiempos se juntan. Un instante.

En el jardín, la última curda.

Ella-Yo sigue en la pista tras el suave contorno de sus piernas, desde la cintura que gira levemente a uno y otro lado y con la cabeza blonda un poco ladeada hacia atrás o a la izquierda y luego a la derecha. Mimí se le acerca y la detiene con el brazo para murmurarle cosas del momento en que la vieja se va, por ejemplo, que hablaba raro pero en español,  y que la escuchó en el momento de dar por terminado el aniversario, se acabó, dice Mimí que dijo, y más cosas a propósito del nueve de septiembre, este mismo día, ¿te das cuenta? se asombra. A ella-Yo no le importa ni la partida de la vieja y su séquito ni las babosadas que pudo haber escuchado Mimí. Ella-Yo sólo quiere seguir la danza para él, para el muchacho en el espejo. Da la espalda a la pared cercana, a la amiga clavada a su costado y al tipo que se imagina bailando en pareja. Da la espalda al mundo, a la noche, a la encrucijada de sus huesos y los brazos extendidos, las muñecas en giro, los dedos en llamas, ofrece su escorzo al que en el espejo la espera y la provoca, hacia el que  vuelve los ojos.

Sobre el cristal azogado el muchacho antiguo ya no está.

En el jardín, fin de la carambola.

Coral Aguirre

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