En la quince

Chuy y Tere regresaban de una fiesta. Bailaron buena parte de la noche, pero ella tenía que volver temprano a su casa. A los padres de Tere les parece que Chuy es un chico simpático, amén de su  educación y las buenas intenciones para con su hija. El lugar donde se realizó la fiesta quedaba a algunas cuadras de la tienda La  Esperanza. Para esas horas  ya estaba cerrada y Tere tuvo que entrar por la puerta trasera. Ahí es donde ella vivía junto con sus padres,  en la segunda planta, porque todo el primer piso era la tienda de abarrotes.

Como  siempre que esto sucedía, Chuy se quedaba un momento con Tere. Hasta que ella anunciaba la hora de dormir. Lo despedía  con un ligero beso en la boca y él se retiraba, como siempre, con Chuyito inquieto y frustrado. En esa ocasión, tal vez al baile, la música, la luna llena o simplemente a las ganas, Tere abrió un poco lo que hasta entonces mantenía cerrado. Invitó a Chuy para que entrara en la tienda.  Ella alargó los brazos y los pasó  por el cuello de  Chuy, le plantó un beso en la boca, un poquito más extenso que  los de costumbre,   tomando por sorpresa al despistado novio. Chuy, cautivo del inesperado asalto y tomando en cuenta el lugar donde se encontraban, se separó de Tere y con paso ligero se acercaba   a la escalera cuando una mano  lo detuvo.  Al oído, ella le dijo que sus papás tenían el sueño muy pesado y, que no se despertarían. Chuy lo entendió. Tere llevaba una falda a cuadros, la blusa blanca fue desfajada por el entendido de Chuy, de modo que introdujo sus manos  y con un poco de trabajo, quitó el broche que abrió dos grandes diques. Chuy, ante el desparramamiento no supo qué hacer.  Nervioso, no hallaba la forma de cómo detener el aluvión. Era como si quisiera agarrar las yemas de dos grandes huevos de avestruz entre sus manos. Chuy dejó por la paz las compuertas abiertas y levantó la falda de Tere, sintió el vaho caliente de ella poblar sus mejillas mientras pasaba sus manos por la suave y ajustada tela, que cubría por completo un enorme terreno por donde se podía cabalgar.  Chuy intentó  bajarle la pantaleta pero Tere se lo impidió, indecisa. La agitada  respiración de Tere azuzaba el ímpetu que había despertado en Chuy, que sin pensarlo, éste, en un intento por aplacar esa locomotora en brama, introdujo su lengua por primera vez en la boca de Tere. Él cerró los ojos, mientras que la muchacha los peló, queriendo alcanzar cielo y tierra con los párpados. Chuy abrió su mirada y la fijó en la única bolsa de  papas fritas que quedaba en el despachador. La miraba fijamente, buscaba una especie de expiación tras haber invadido, con su mosquete lingual, el húmedo terreno virgen de su pretendida.

Chuyito peleaba por  salir de su refugio. El bulto que se formaba con este intento, se frotaba con  la tela envolvente de Tere. La abrazaba de modo que ella sintiera  el portento que no dejaba  entrar. La muchacha era una mezcla de indecisión y deseo; todo lo que le inculcaron sus padres: su educación, lo relativo a los pecados, todo ese pliego moral y prohibido; brincaba como duende travieso por un pequeña  cornisa  entre el suelo firme y un sabroso abismo.  Quería ceder, pero vacilaba. Chuy, después que le ensalivó la oreja derecha,  le dijo al oído con voz derretida: Tere, déjate. Chuy, en su expedición táctil,   descubrió un volcán escondido porque lo quemó una deliciosa lava húmeda. Chuy sudaba, hacía calor, un calor que crecía conforme avanzaba el tiempo y aumentaba el magreo. Chuy insistió: Tere, Teresita, déjate Tere. Ella movió la cabeza negando, pero agarró una mano de Chuy colocándola en uno de los diques abiertos. Chuy se soltó de la mano de Tere y, braveado,  se preparó para  dejar al descubierto ese deseado territorio donde quería retozar, pero ella lo detuvo nuevamente. En ese momento, Chuy vio  el lugar donde varios pastelitos, debido al calor, escurrían chocolate. Chuy sentía los lóbulos de sus orejas  arder, y se dio cuenta  que también, a la altura donde encontró el volcán, en la  guarida de Chuyito, había un geiser en ciernes. Una ligera gota cremosa, indiscreta, salió de la guarida de ese escondrijo, después de que viera los Gansitos.

Esto era nuevo, había que aprovecharlo, era una oferta que no se podía dar el lujo de soslayar. Tere nunca había pasado del beso de trompita, la mano sudada, el abrazo incómodo; a lo mejor se le metió el diablo, pensó Chuy, bendita ocurrencia. Se  aprovechó del momento,  cerró  filas y con voz firme, exigió: Tere, ¡ya, déjate!

Tere abrió una puerta que Chuy no estaba dispuesto a dejar que cerrara. Los besos siguieron, las crecientes y más feroces caricias, domesticaban al brioso caballo de la indecisión de Tere, que cada vez cedía más terreno, cosa que Chuy explotaba deleitoso. Por fin pudo sostener lo que salía de una compuerta abierta y  bebió con fruición. Tere vaporizaba.

De pronto, se escucharon pasos descendentes por la escalera. ¿Hay alguien ahí?, gritó don Pepe, el papá de Tere. Los pasos se acercaban. Chuy no podía bloquear su erección, ni la mancha que ahora tenía sobre su desgastado pantalón de mezclilla, que en un tiempo fue azul. El sudor era una prueba irrefutable de que el muchacho había tenido acción. El padre de Tere no podía creer lo que miraba. Caminó hacia ellos y  se encontró con que Chuy estaba en el suelo  y le dijo:

–       ¿Pues qué haces muchacho?- al tiempo que veía a Tere recargada en una hielera, donde velozmente intentaba borrar de sus mejillas de papel, con un abanico de mano, la rosácea evidencia del arrebato pasional.

–       Nada, don Pepe,-explicaba Chuy con voz quejumbrosa -aquí  mostrándole a Tere que puedo hacer más de cincuenta lagartijas, y  apenas voy en la quince.

Adrián Pérez

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