Voyeur casual

Ella llegó puntual como cada mañana. Cerca de las ocho desciende de su coche, se detiene frente a mí y yo tiemblo sin moverme al saber que sus manos me tocarán, me saludará y me dará los buenos días como lo ha venido haciendo de unos meses a la fecha.

Yo espero su llegada, fiel y firme, no importan las inclemencias del tiempo, calor, frío, lluvia, yo aguardo pacientemente. Mi recompensa al final es la de poder ver a través de ese amplio ventanal su rutina de ejercicios matutinos. Observo las curvas que su cuerpo deja ver acentuadas por esa ajustada ropa deportiva. Leotardos, mallas, camisetas ceñidas que sólo dejan a la imaginación las figuras que forman sus lunares, cicatrices y la tersura de su piel que adivino de un color tan blanco como la pureza de su ser.

Hora y media, los más maravillosos noventa minutos que mi vocación de voyeur casual agradece de lunes a viernes.

Pasado ese lapso de tiempo regresa, después de haber tenido una relajante sesión bajo la regadera donde el agua tibia acarició cada espacio, recorrió cada hueco, cada pliegue de ese cuerpo al que aspiro poseer, aunque sé que es imposible.

Se despide de mí dejándome esa suave fragancia de mujer plena y su promesa de regresar puntual el lunes siguiente. Yo me quedo ahí con su recuerdo, con su imagen, con su aroma y con sus monedas. Ella sabe que puede confiar en mi discreción y en la seguridad que le inspiro, al final de cuentas me eligió como su favorito de entre tantos parquímetros que hay en esta calle.

Pablo Montelongo

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